Guardianes de No Posible/ Rubén Maya 2008

Guardianes de No Posible/ Rubén Maya 2008

lunes, 21 de diciembre de 2009

Mi vida con la marejada.

Es cierto que a todos los seres humanos nos está dado amar alguna vez, incluso a mí. Mis padres me engendraron en el momento más álgido de una tormenta marina. Un huracán amenazó con partir en dos el yate en el que viajaban. El mar embravecido diluyó el rencor que los mantenía juntos y, en un trance de terror, se amaron como nunca antes, compartiendo la furia del mar. Después de eso, no volvieron a verse, pero se añoraron siempre. Yo nací siete meses después, con problemas de salud.

Pasé la infancia entre hospitales y doctores. El problema era que no paraba de llorar. Parecía que mi cuerpo estuviera lleno de agua salada que necesitaban ser drenada. Lloraba de gusto, de tristeza, de hambre, de sueño, de ganas de mear, de hastío, y de cansancio en los párpados.

Conforme fui creciendo, logré reducir el lloriqueo. Casi se podría decir que llevaba una vida normal, sólo que, de repente, de la nada, sufría ataques de llanto en los momentos menos oportunos.

Algunas veces, lloraba inconsolablemente en la fila del banco, lo que me obligaba a dejar el establecimiento y atrasarme con los pagos; otras, lloraba al prender una computadora o contestar el teléfono, por lo que debía organizarme para hacer mi trabajo con antelación, previendo que la redacción de un documento o la confirmación telefónica de un fax, me podrían tomar varios días.

La atención que me ocupaba la mencionada situación, ocasionó, debo reconocerlo, que descuidara aspectos fundamentales de la existencia como lo es la actividad sentimental. Me ocupaba más de mantener mi ropa seca y disimular el problema lo mejor posible. Poca gente lo sabía.

Pero, como dije al principio, incluso yo fui alcanzada por la fiebre del amor. Como es de suponerse, mi condición me obligó a mantenerme en terapia psicológica constante. Buscando variedad, cambiaba de psicólogo cada dos o tres meses. Me aburría con facilidad. Fue así como llegué al consultorio en la Colonia Juárez, que yo convertí en un discreto hotel de paso.

No fueron tres meses, en esa ocasión, acudí a la cita puntualmente durante varios años. Desde luego, el psicólogo no me cobraba la terapia, al contrario, en distintas ocasiones aseguró, con una sonrisa en la boca, que yo debía poner precio a mis depresiones. Aprendí a llorar de placer.

Lo que sigue en mi relato es un asesinato. No me di cuenta cuándo empecé a llorar, mientras cogíamos sobre la alfombra. Lloraba con gozo, con ternura, como seguramente lloraría un exiliado que finalmente vuelve a casa. Lloré hasta inundar la habitación y el hombre murió ahogado. Luego, lloré de tristeza.

He matado muchas veces antes, siempre ahogo a las personas con mi llanto. En mi ciudad la gente mata todo el tiempo, de diferentes maneras. Se mata y luego se olvida, es normal. Lo curioso es que esta vez no lo he olvidado.

1 comentario:

  1. Supongo que en el momento en el que nos hacemos sociables empieza esta matanza indiscriminada, yo me he dado cuenta pocas veces de las muertes que he propiciado, pero, supongo, sólo supongo, tal vez por ego, que he propiciado muchas inconcientemente.

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