Guardianes de No Posible/ Rubén Maya 2008

Guardianes de No Posible/ Rubén Maya 2008

lunes, 26 de abril de 2010

Historia de un Bermejé

─ ¿Nacionalidad? - inquirió el funcionario.

─ Bermejé – respondió orgulloso.

Todos soltaron la carcajada, hasta que alguien preguntó:

─ ¿En dónde está eso?

La risa se tornó delirio, al recordar la desaparición de aquella isla.

(Creación colectiva en oficina de gobierno)

lunes, 19 de abril de 2010

El amor obliga a escribir

(Para Rodolfo, cumpliendo mi promesa)

Cuando tenía seis años, me hice novia del vecino de enfrente. Se llamaba Emanuel.

Como él era mayor y sabía escribir, me enviaba coloridas cartas, que yo tenía que compartir con mi hermana, para enterarme del contenido.

Un día, en un momento de profunda inspiración, deduje, crayola en mano, que podía escribir una “E”, seguida de una “M”, luego una “A”, y así hasta construir el venerado nombre. Luego de eso, siguieron por lo menos dos años de romance escrito.

Poco a poco mis cartas, antes conformadas por corazones flechados, comenzaron a poblarse de palabras.

Como dije, nuestras casas estaban separadas únicamente por una calle, sin embargo, nunca salimos a dar la vuelta en bicicleta, ni cruzamos palabra. Nuestro amor se había creado sobre un universo de papel.

Curiosamente, el noviazgo terminó cuando tuvimos que confiar nuestro idilio infantil al correo convencional, porque me cambié de casa. La espera de la carta comenzó a prolongarse por semanas o meses, debido a la ineficacia del servicio. Conocí la desesperación y luego, en un primer acto de supervivencia, el olvido.

Me han contado historias parecidas, que relacionan los amores infantiles con aficiones de la vida adulta. Conozco personas que han seguido los caminos más difíciles o extravagantes, obedeciendo el dictado de sus pininos amorosos.

En este momento, celebro que mi primer amor haya sido un ñoño escritor y no el gandallita de la cuadra, sin embargo, ¿cómo saber qué pensaría si hubiera sido a la inversa?

sábado, 3 de abril de 2010

De regreso de la operación

(Les dejo otro cuento que lloraba por salir a la luz)

Macaria

A María del Refugio y a su primo Severino.

Macaria vivía frente a la casa de mi madre, en un pueblo llamado Compota. De niña, cuando visitábamos a la abuela, llamaba mi atención el extraño gesto de su cara. Era una mujer resignada, alguien que parecía sufrir una pena muy dulce.

Macaria era señorita vieja.

─ Deberíamos frecuentar más a Macaria, ella es sola, pobrecita ─ decían mis tías.

Ser sola. Siempre me intrigó el adjetivo con que la calificaban. No parecía una circunstancia sino una cualidad.

En casa de Macaria, dentro de una jaula, había más de cien canarios. Ella no estaba sola, vivía con su madre, pero en Compota la condición de “ser sola” está determinada por la falta de marido.

Macaria asumía su suerte con sencillez. Se levantaba temprano, limpiaba la jaula de las aves, iba a misa, tejía manteles de hilo con aguja de gancho y salía poco.

En alguno de los múltiples viajes al pueblo, recibimos en casa de mi abuela la visita de los tíos que vivían en el norte.

─ Macaria, va a venir mi primo Jesús, el de los ojos claros, ven a platicar con él, es viudo, a lo mejor se gustan ─ dijo una de mis tías a la solterona.

Macaria asistía siempre que la invitaban. Incluso, usaba un poco de brillo en los labios y zapatillas de tacón muñeca. Todo era inútil. Apenas venía alguien del norte, Macaria le preguntaba si conocía a Juan Roldán Espinosa.

─ No lo conozco, ¿como qué edad tiene? ─ preguntó el tío Jesús.

─ Unos cuarenta, igual que nosotros ─ contestó Macaria, avergonzada.

─ ¡No mija! Ese hombre ya murió o se casó con una güera ─ dijo el pariente de los ojos verdes, ignorante del dolor que causaba en el corazón de la mujer sola.

─ ¿Más café? ─ preguntó Macaria, estoica, ocultando su tristeza.

Habían pasado muchos años desde que Juan se fue. Quizá por eso, al otro día, mi madre y las tías se divirtieron recordando la escena:

─ Macaria es una tonta, el primo Jesús no es feo ─ afirmó la primera.

─ La muy burra sigue queriendo al Juan ─ replicó la otra.

─ Pobre, ya ha de estar loquita ─ dijeron las tres, a una voz.

Macaria sabía que la compadecían, pero no le importaba. Su mala pasión le ocupaba todo el día. Algunas veces, lloraba pensando que nunca volvería a ver a su amado. Cuando salía de misa, recobraba los ánimos y pensaba que él volvería por ella. Las tardes lluviosas la llevaban a convencerse de que Juan se había casado y, como todo el mundo, había formado una familia.

La vecina de enfrente no necesitaba ver televisión, imaginaba la vida de su adorado ausente como si fuera una telenovela.

Macaria fue novia de Juan desde los catorce años. No iban a la escuela. Él por ser pobre, ella por ser mujer. El noviazgo consistía en lanzarse sonrisas tímidas durante la misa.

Juan trabajaba en la tlapalería de la esquina de la cuadra. Era empleado de Don José, un anciano viudo que lo quería como a un hijo.

Macaria pasaba por la acera de enfrente, fingiendo prisa, y el joven le lanzaba un chiflido discreto, casi como un suspiro agudo. Macaria no volteaba, pero el corazón le brincaba toda la tarde.

Ella era la mayor de las muchachas de la cuadra. En Compota los vecinos establecen vínculos casi de sangre, por eso se conducía como una hija más en la casa de mi abuela, la única hija fea.

─ Saluda a tu novio, Macaria ─ gritaban mis tías cuando la veían pasar frente a la tlapalería.

Como Juan no estaba a la altura de su belleza, ellas podían hablar con él sin sentir pena.

─ ¿Cómo va el noviazgo Juanito? ─ preguntaba la más valiente.

─ Bien, va bien ─ contestaba el muchacho sin voltear a verlas, como hacen los hombres en Compota.

Esa tarde se volvía una fiesta. A la hora del tejido, las muchachas referían a Macaria las palabras de Juan.

─ Bien, va bien, me dijo, pero yo vi cómo se le subían los colores a la cara. Seguro quería decirme que te quiere, pero le dio pena.

Las especulaciones se alargaban hasta el anochecer.

Pasados unos años, Juan rompió el silencio y se acercó a Macaria durante la misa dominical. El corazón de la joven se acelero hasta confundirse con un ataque de hipo.

─ Me voy porque en Compota nada ocurre, acompáñame ─ le dijo Juan al oído con la voz grave.

─ ¿A dónde? ─ contestó Macaria, antes de caer desmayada e interrumpir la comunión.

─ ¿Eso te dijo? ─ preguntaron después las vecinas al unísono.

─ ¡Sí, vete!

─ ¡No, cómo crees!

─ ¿Qué se piensa ese? ─ opinaron las inexpertas consejeras.

A la mañana siguiente, Macaria se armó de valor, entró a la tlapalería, pidió cincuenta tornillos y, mientras los contaba Don José, le dijo a Juan en voz baja:

─ Acepto, pero nos casamos.

El novio estuvo de acuerdo y convino pedir la mano de Macaria la semana siguiente.

Para desgracia de su amor, el padre de la muchacha, Don Augusto, murió en esos días. Macaria decidió aplazar la boda durante un año, para respetar el luto. Juan accedió.

A los pocos meses, falleció Don Brígido, el tío de Macaria. Le siguió Anastasio, el sobrino, y luego Don Fausto, el tío abuelo…

─ Ya Macaria, cásate, aquí en Compota nunca se deja de morir la gente, cualquier día te toca a ti o al Juan ─ sugerían las vecinas.

Macaria se ceñía a las formas y costumbres locales. Sentía un profundo respeto por el tiempo de los muertos, no podía acelerar vísperas.

Después de tres años, Juan la abordó en el portón de su casa y le dijo:

─ Me voy la próxima semana, ya no puedo esperar.

Macaria se negó a acompañarlo.

Finalmente, Juan se fue al norte, decidiendo, sin saberlo, el destino de Macaria. No tuvieron noticias de su paradero, aún cuando Don José lo buscó durante años, para heredarle la tlapalería.

A pesar de saber que muchos migrantes mueren en el camino hacia el norte, Macaria decidió esperar el regreso de Juan. En Compota, cuando alguien muere, aunque sea lejos, el aire huele distinto, por eso Macaria estaba segura de que aún vivía, porque podía olerlo.

Al morir mi abuela, la familia dejó de visitar Compota y olvidó a Macaria.

Un día, una de las tías llamó a mi madre por teléfono.

─ Se trata de Macaria ─ dijo con voz de alarma.

Para esas fechas, Macaria pasaría de los sesenta años. La sorpresa fue mayúscula:

─ ¡Regresó Juan, me enteré ayer! ─ anunció la voz, al otro lado de la línea.

─ ¿Y cómo saben que es él ─ debe estar hecho un murciélago ─ preguntó mi madre, consciente del paso de los años.

─ ¡Confirmó la noticia el Canónigo! ─ le informó la tía.

Juan regresó al pueblo, después de casi cuarenta años, para asistir al funeral de Don José, el de la tlapalería.

Efectivamente, se había casado con una güera, pero ella no quiso acompañarlo. Las mujeres de allá se aburren acá.

La noticia llegó a mis tías y a mi madre, debido al alboroto que causó en el pueblo. Cualquier habitante de Compota podía referir la crónica del encuentro:

─ Era verano, pero la tarde estaba helando como si fuera invierno. De repente, mientras oficiaban la misa por la muerte de Don José, el mismísimo Juan Roldán Espinosa, vestido con pantalón de mezclilla y chamarra de piel, entró en la iglesia para persignarse frente a la Virgen de la Soledad. Macaria lloraba al fondo del recinto. Juan escuchó su llanto y lo reconoció de inmediato, entonces, dio la vuelta, y se acercó despacio. Toda la iglesia lo siguió con la mirada, conteniendo la respiración para no estorbar el encuentro. Macaria levantó los ojos, inundados de lágrimas, y no creyó lo que veía. Todos supieron que era Juan porque conservaba el olor a tlapalería. "Buenas noches, señora Macaria", dijo mientras le extendía la mano. Ella no devolvió el saludo."Se equivoca, no soy señora, soy señorita", le contestó. En ese momento, el Canónigo gritó desde el altar un "Ave María Purísima" y dijo que ese no era lugar para platicar. Juan estuvo parado afuera de la casa de Macaria toda la noche. La calle escuchó en silencio los aullidos de su tristeza, pero Macaria no le abrió, ni prendió la luz. No podía, era un hombre casado.

Después de ese encuentro, Juan regresó al norte y, ahora sí, nunca más se supo de él.

Según la misma Macaria, ésta vez la muerte no fue culpable de su separación: fue la vida. Mientras viviera la esposa, él sería un hombre ajeno, ante los ojos de Dios.

Macaria rejuveneció treinta años por el gusto de haberlo visto de nuevo. Al poco tiempo, se arrepintió de no haberle dado la mano aquella tarde en la iglesia. Hubiera recordado ese apretón hasta la siguiente vida.

Fue tal el cambio en Macaria, que logro enamorar al tío Hilario, un zapatero diez años más joven que ella.

─ Soy viudo, cásate conmigo, nos podemos acompañar ─ le propuso.

Por última vez, mi madre y mis tías buscaron a Macaria para interceder por Hilario:

─ Macaria, cásate de una vez con Hilario, éste sí es el último tren, tu último chance ─ le rogaron.

Yo creo que Macaria no era ni estaba sola, por eso les contestó:

─ No puedo, tengo mi palabra dada.

Luego, como una jovencita, a travesó alegre la calle y se encerró en su casa, para limpiar la jaula de los cien canarios.