Guardianes de No Posible/ Rubén Maya 2008

Guardianes de No Posible/ Rubén Maya 2008

jueves, 17 de junio de 2010

Policías y ladrones.

– Oficial, maté a mi marido – dije al abrir la puerta, desnuda.
– Tápese – ordenó.
– Me siento más cómoda así – insistí.
– Viene más gente.
– Mi cuerpo es el lugar de los hechos, no debo alterar su evidencia.
– Haga lo que quiera. ¿En dónde está él?
– ¿No va a esposarme?
– No hace falta, usted nos llamó.
– Está en la recámara.
– ¿Puedo pasar?
– Adelante.

Silencio prolongado

– Mi marido trabajaba en la corporación.
– Lo sé.
– ¿Lo conocía?
– Si.
– ¿Eran amigos?
– No haga preguntas.
– Hágalas usted.
– ¿Cómo lo hizo?
– Lo besé hasta que lo asfixié.
– No opuso resistencia.
– No.
– ¿Por qué?
– Porque me amaba.

Silencio.

– ¿No va a sentarse?
– Tardan mucho en llegar.
– Vendrán después. Hoy hay partido de fútbol, México contra Francia.
– Eso no importa.
– Sí importa, me lo dijo él.
– ¿Su marido?
– Sí, dijo que sólo vendría usted.
– ¿Y para qué me quería aquí?
– Le dejó un mensaje.
– ¿Cuál?
– Que, por favor, me ponga a salvo.

Continuará…

lunes, 26 de abril de 2010

Historia de un Bermejé

─ ¿Nacionalidad? - inquirió el funcionario.

─ Bermejé – respondió orgulloso.

Todos soltaron la carcajada, hasta que alguien preguntó:

─ ¿En dónde está eso?

La risa se tornó delirio, al recordar la desaparición de aquella isla.

(Creación colectiva en oficina de gobierno)

lunes, 19 de abril de 2010

El amor obliga a escribir

(Para Rodolfo, cumpliendo mi promesa)

Cuando tenía seis años, me hice novia del vecino de enfrente. Se llamaba Emanuel.

Como él era mayor y sabía escribir, me enviaba coloridas cartas, que yo tenía que compartir con mi hermana, para enterarme del contenido.

Un día, en un momento de profunda inspiración, deduje, crayola en mano, que podía escribir una “E”, seguida de una “M”, luego una “A”, y así hasta construir el venerado nombre. Luego de eso, siguieron por lo menos dos años de romance escrito.

Poco a poco mis cartas, antes conformadas por corazones flechados, comenzaron a poblarse de palabras.

Como dije, nuestras casas estaban separadas únicamente por una calle, sin embargo, nunca salimos a dar la vuelta en bicicleta, ni cruzamos palabra. Nuestro amor se había creado sobre un universo de papel.

Curiosamente, el noviazgo terminó cuando tuvimos que confiar nuestro idilio infantil al correo convencional, porque me cambié de casa. La espera de la carta comenzó a prolongarse por semanas o meses, debido a la ineficacia del servicio. Conocí la desesperación y luego, en un primer acto de supervivencia, el olvido.

Me han contado historias parecidas, que relacionan los amores infantiles con aficiones de la vida adulta. Conozco personas que han seguido los caminos más difíciles o extravagantes, obedeciendo el dictado de sus pininos amorosos.

En este momento, celebro que mi primer amor haya sido un ñoño escritor y no el gandallita de la cuadra, sin embargo, ¿cómo saber qué pensaría si hubiera sido a la inversa?

sábado, 3 de abril de 2010

De regreso de la operación

(Les dejo otro cuento que lloraba por salir a la luz)

Macaria

A María del Refugio y a su primo Severino.

Macaria vivía frente a la casa de mi madre, en un pueblo llamado Compota. De niña, cuando visitábamos a la abuela, llamaba mi atención el extraño gesto de su cara. Era una mujer resignada, alguien que parecía sufrir una pena muy dulce.

Macaria era señorita vieja.

─ Deberíamos frecuentar más a Macaria, ella es sola, pobrecita ─ decían mis tías.

Ser sola. Siempre me intrigó el adjetivo con que la calificaban. No parecía una circunstancia sino una cualidad.

En casa de Macaria, dentro de una jaula, había más de cien canarios. Ella no estaba sola, vivía con su madre, pero en Compota la condición de “ser sola” está determinada por la falta de marido.

Macaria asumía su suerte con sencillez. Se levantaba temprano, limpiaba la jaula de las aves, iba a misa, tejía manteles de hilo con aguja de gancho y salía poco.

En alguno de los múltiples viajes al pueblo, recibimos en casa de mi abuela la visita de los tíos que vivían en el norte.

─ Macaria, va a venir mi primo Jesús, el de los ojos claros, ven a platicar con él, es viudo, a lo mejor se gustan ─ dijo una de mis tías a la solterona.

Macaria asistía siempre que la invitaban. Incluso, usaba un poco de brillo en los labios y zapatillas de tacón muñeca. Todo era inútil. Apenas venía alguien del norte, Macaria le preguntaba si conocía a Juan Roldán Espinosa.

─ No lo conozco, ¿como qué edad tiene? ─ preguntó el tío Jesús.

─ Unos cuarenta, igual que nosotros ─ contestó Macaria, avergonzada.

─ ¡No mija! Ese hombre ya murió o se casó con una güera ─ dijo el pariente de los ojos verdes, ignorante del dolor que causaba en el corazón de la mujer sola.

─ ¿Más café? ─ preguntó Macaria, estoica, ocultando su tristeza.

Habían pasado muchos años desde que Juan se fue. Quizá por eso, al otro día, mi madre y las tías se divirtieron recordando la escena:

─ Macaria es una tonta, el primo Jesús no es feo ─ afirmó la primera.

─ La muy burra sigue queriendo al Juan ─ replicó la otra.

─ Pobre, ya ha de estar loquita ─ dijeron las tres, a una voz.

Macaria sabía que la compadecían, pero no le importaba. Su mala pasión le ocupaba todo el día. Algunas veces, lloraba pensando que nunca volvería a ver a su amado. Cuando salía de misa, recobraba los ánimos y pensaba que él volvería por ella. Las tardes lluviosas la llevaban a convencerse de que Juan se había casado y, como todo el mundo, había formado una familia.

La vecina de enfrente no necesitaba ver televisión, imaginaba la vida de su adorado ausente como si fuera una telenovela.

Macaria fue novia de Juan desde los catorce años. No iban a la escuela. Él por ser pobre, ella por ser mujer. El noviazgo consistía en lanzarse sonrisas tímidas durante la misa.

Juan trabajaba en la tlapalería de la esquina de la cuadra. Era empleado de Don José, un anciano viudo que lo quería como a un hijo.

Macaria pasaba por la acera de enfrente, fingiendo prisa, y el joven le lanzaba un chiflido discreto, casi como un suspiro agudo. Macaria no volteaba, pero el corazón le brincaba toda la tarde.

Ella era la mayor de las muchachas de la cuadra. En Compota los vecinos establecen vínculos casi de sangre, por eso se conducía como una hija más en la casa de mi abuela, la única hija fea.

─ Saluda a tu novio, Macaria ─ gritaban mis tías cuando la veían pasar frente a la tlapalería.

Como Juan no estaba a la altura de su belleza, ellas podían hablar con él sin sentir pena.

─ ¿Cómo va el noviazgo Juanito? ─ preguntaba la más valiente.

─ Bien, va bien ─ contestaba el muchacho sin voltear a verlas, como hacen los hombres en Compota.

Esa tarde se volvía una fiesta. A la hora del tejido, las muchachas referían a Macaria las palabras de Juan.

─ Bien, va bien, me dijo, pero yo vi cómo se le subían los colores a la cara. Seguro quería decirme que te quiere, pero le dio pena.

Las especulaciones se alargaban hasta el anochecer.

Pasados unos años, Juan rompió el silencio y se acercó a Macaria durante la misa dominical. El corazón de la joven se acelero hasta confundirse con un ataque de hipo.

─ Me voy porque en Compota nada ocurre, acompáñame ─ le dijo Juan al oído con la voz grave.

─ ¿A dónde? ─ contestó Macaria, antes de caer desmayada e interrumpir la comunión.

─ ¿Eso te dijo? ─ preguntaron después las vecinas al unísono.

─ ¡Sí, vete!

─ ¡No, cómo crees!

─ ¿Qué se piensa ese? ─ opinaron las inexpertas consejeras.

A la mañana siguiente, Macaria se armó de valor, entró a la tlapalería, pidió cincuenta tornillos y, mientras los contaba Don José, le dijo a Juan en voz baja:

─ Acepto, pero nos casamos.

El novio estuvo de acuerdo y convino pedir la mano de Macaria la semana siguiente.

Para desgracia de su amor, el padre de la muchacha, Don Augusto, murió en esos días. Macaria decidió aplazar la boda durante un año, para respetar el luto. Juan accedió.

A los pocos meses, falleció Don Brígido, el tío de Macaria. Le siguió Anastasio, el sobrino, y luego Don Fausto, el tío abuelo…

─ Ya Macaria, cásate, aquí en Compota nunca se deja de morir la gente, cualquier día te toca a ti o al Juan ─ sugerían las vecinas.

Macaria se ceñía a las formas y costumbres locales. Sentía un profundo respeto por el tiempo de los muertos, no podía acelerar vísperas.

Después de tres años, Juan la abordó en el portón de su casa y le dijo:

─ Me voy la próxima semana, ya no puedo esperar.

Macaria se negó a acompañarlo.

Finalmente, Juan se fue al norte, decidiendo, sin saberlo, el destino de Macaria. No tuvieron noticias de su paradero, aún cuando Don José lo buscó durante años, para heredarle la tlapalería.

A pesar de saber que muchos migrantes mueren en el camino hacia el norte, Macaria decidió esperar el regreso de Juan. En Compota, cuando alguien muere, aunque sea lejos, el aire huele distinto, por eso Macaria estaba segura de que aún vivía, porque podía olerlo.

Al morir mi abuela, la familia dejó de visitar Compota y olvidó a Macaria.

Un día, una de las tías llamó a mi madre por teléfono.

─ Se trata de Macaria ─ dijo con voz de alarma.

Para esas fechas, Macaria pasaría de los sesenta años. La sorpresa fue mayúscula:

─ ¡Regresó Juan, me enteré ayer! ─ anunció la voz, al otro lado de la línea.

─ ¿Y cómo saben que es él ─ debe estar hecho un murciélago ─ preguntó mi madre, consciente del paso de los años.

─ ¡Confirmó la noticia el Canónigo! ─ le informó la tía.

Juan regresó al pueblo, después de casi cuarenta años, para asistir al funeral de Don José, el de la tlapalería.

Efectivamente, se había casado con una güera, pero ella no quiso acompañarlo. Las mujeres de allá se aburren acá.

La noticia llegó a mis tías y a mi madre, debido al alboroto que causó en el pueblo. Cualquier habitante de Compota podía referir la crónica del encuentro:

─ Era verano, pero la tarde estaba helando como si fuera invierno. De repente, mientras oficiaban la misa por la muerte de Don José, el mismísimo Juan Roldán Espinosa, vestido con pantalón de mezclilla y chamarra de piel, entró en la iglesia para persignarse frente a la Virgen de la Soledad. Macaria lloraba al fondo del recinto. Juan escuchó su llanto y lo reconoció de inmediato, entonces, dio la vuelta, y se acercó despacio. Toda la iglesia lo siguió con la mirada, conteniendo la respiración para no estorbar el encuentro. Macaria levantó los ojos, inundados de lágrimas, y no creyó lo que veía. Todos supieron que era Juan porque conservaba el olor a tlapalería. "Buenas noches, señora Macaria", dijo mientras le extendía la mano. Ella no devolvió el saludo."Se equivoca, no soy señora, soy señorita", le contestó. En ese momento, el Canónigo gritó desde el altar un "Ave María Purísima" y dijo que ese no era lugar para platicar. Juan estuvo parado afuera de la casa de Macaria toda la noche. La calle escuchó en silencio los aullidos de su tristeza, pero Macaria no le abrió, ni prendió la luz. No podía, era un hombre casado.

Después de ese encuentro, Juan regresó al norte y, ahora sí, nunca más se supo de él.

Según la misma Macaria, ésta vez la muerte no fue culpable de su separación: fue la vida. Mientras viviera la esposa, él sería un hombre ajeno, ante los ojos de Dios.

Macaria rejuveneció treinta años por el gusto de haberlo visto de nuevo. Al poco tiempo, se arrepintió de no haberle dado la mano aquella tarde en la iglesia. Hubiera recordado ese apretón hasta la siguiente vida.

Fue tal el cambio en Macaria, que logro enamorar al tío Hilario, un zapatero diez años más joven que ella.

─ Soy viudo, cásate conmigo, nos podemos acompañar ─ le propuso.

Por última vez, mi madre y mis tías buscaron a Macaria para interceder por Hilario:

─ Macaria, cásate de una vez con Hilario, éste sí es el último tren, tu último chance ─ le rogaron.

Yo creo que Macaria no era ni estaba sola, por eso les contestó:

─ No puedo, tengo mi palabra dada.

Luego, como una jovencita, a travesó alegre la calle y se encerró en su casa, para limpiar la jaula de los cien canarios.

martes, 9 de febrero de 2010

No es normal tener pesadillas

Justo ayer, soñé que tenía a un hombre moribundo entre los brazos y que trataba de reanimarlo soplando “vida” en su boca. No recuerdo si lo logré.

Recientemente me enteré de que las personas comunes no tienen pesadillas. Por lo menos no con frecuencia. Al parecer, las pesadillas o el terror nocturno son relativamente normales en los niños, porque el mundo los estresa y no los deja dormir, pero el asunto comienza a considerarse “patológico” cuando se presenta en la edad adulta.

Comenté con el médico que tengo pesadillas frecuentes y reaccionó con preocupación, luego, comenzó a tratarme con demasiada amabilidad, como evitando perturbarme.

Al salir de ahí, decidí hacer una encuesta. Todas las personas a las que les pregunté me dijeron que no tienen pesadillas, así de tajante. Las más valientes contestaron que casi nunca, remotamente, o sólo cuando están muy estresadas…

El misterio de por qué la gente afirma no tener pesadillas, o no las tiene, se remonta a la Edad Media, cuando se creía que éstas eran ocasionadas por una posesión del demonio, y por ello, eran motivo de persecución y tortura.

En la actualidad, la medicina moderna no ofrece argumentos que reestablezcan la dignidad de los atormentados por sus sueños. Las pesadillas se consideran parasomnias o trastornos del sueño y están relacionadas con enfermedades, estrés, traumas diversos y, lo más grave, con problemas psicológicos.

En este contexto, entiendo que la gente niegue sus pesadillas, es más, entiendo que verdaderamente no las tengan. Cualquiera se haría el propósito de sólo soñar con paisajes apacibles, antes de ser calificado como “patológico”.

La exigencia social es muy alta, diría Freud, los seres humanos tenemos que renunciar a muchos de nuestros instintos primarios para gozar del cobijo de la cultura. Es por ello que decidí replantear mi encuesta:

¿En el remoto caso de tener pesadillas, qué haría?

1. Combatirlas (no ver noticias, cenar ligero, acostarse temprano, no tener deudas, evitar los retos, no amar y dejar de leer).

2. Negarlas.

3. Resignarse.

4. Presentar una Iniciativa de Ley para proteger los derechos de los pesadillentos.

5. Legalizar las pesadillas.

6. Lucrar con ellas.

Los datos que proporcione serán estrictamente confidenciales y se utilizarán únicamente para fines científicos.

lunes, 1 de febrero de 2010

Simple vagancia

(Este cuento ha querido salir del clóset desde hace mucho tiempo. Les dejo su versión más reciente)

Intentó abandonar la cama, pero la derribó un súbito mareo. Pensó que podía tratarse de una gripa o un desajuste en la presión. Ignoraba que el encuentro con el destino imita los síntomas de padecimientos pasajeros.

Logró levantarse y tomó un baño. El jabón resbalaba por su cuerpo de manera inusual, la piel se encontraba extrañamente suave. Al poco rato, realizó el hallazgo que marcaría ese y todos los días de su vida: su imagen no se reflejaba en el espejo.

Nuevamente se presentó el mareo. Desnuda, mojada, y con la mirada oscilante, buscó su imagen en todas las superficies brillantes que ofrecía la casa. Era inútil, no estaba.

Ésta es la historia de una mujer que intenta mirarse al espejo y no lo logra.

El tiempo seguía corriendo y debía llegar a la oficina. Ya en la calle, después de varios intentos por encontrarse en todas las ventanas y aparadores que cruzaron su camino, se convenció de que estaba inmersa en una pesadilla.

Entonces se relajó. En los sueños no avanza el reloj, por eso no había prisa. Caminó con parsimonia hasta llegar al edificio en Paseo de la Reforma. El policía de la entrada musitó un piropo al verla pasar. Ella fingió no escucharlo, pero sintió las mejillas enrojecidas. De manera automática, buscó su reflejo en el espejo del elevador. Otra vez, nada.

Convencida nuevamente de que se encontraba dormida, decidió entrar a la oficina de su jefe. Se trababa de un joven funcionario, güerito, corrupto y prepotente como cualquier otro de la vieja escuela.

Una vez frente a él, le confesó que su actitud de pequeño rey le provocaba lástima, por lo que vivía temiendo dejarse llevar por la compasión y, un buen día, verse forzada a aplicarle la eutanasia en un escusado del sexto piso, para liberarlo, de una buena vez, de su innoble destino.

Él jefe, desde luego, la despidió.

Nuevamente en la calle, se sintió liberada. Hacía calor y, como nada se lo impedía, se quitó la blusa. Recibió un chiflido febril del policía y claxonazos aprobatorios por parte de los automovilistas, que parecían nunca haber visto un brassiere rojo.

Caminó un par de cuadras y respiró profundamente, entonces notó que un hombre guapo, con ojos muy grandes, la seguía sobre la acera. Cuando estuvo suficientemente cerca, la tomó el brazo y la besó. Ella creyó haberse encontrado con un hombre libre de prejuicios y complejos: un animal de la mitología urbana, al que, tal vez, habían despedió también.

Presos de pasión y deseo, hicieron el amor en una jardinera. Descubrieron que el olor de sus sexos, combinado, creaba una fragancia tan penetrante como escandalosa.

Durante la charla postcoital, él le preguntó sobre su pasado, su vida y sus anteriores amantes. Ella guardó silencio y, coqueta, lo besó. Evidentemente, su raciocinio enamorado le impidió concebir la existencia de cualquier tiempo pretérito.

Dos horas más tarde, el galán la abandonó por open mind.

El romance express le ocasionó una severa nostalgia express, y le dio hambre, pero decidió esperar un par de horas antes de comer, a manera de duelo.

Luego, ocurrió algo extraño: tuvo ganas de orinar y encontró un Sanborns de inmediato. Comenzó a sentir miedo. En los sueños no es posible localizar un baño. Se trata de una verdad indiscutible. Las personas que necesitan acudir a los servicios dentro del sueño, en realidad están manifestando una angustia que no pueden expresar durante el día. Todo el mundo lo sabe. La prueba era irrefutable, estaba despierta.

El terror se apoderó de ella. Dentro de su confusión, trató de explicarse cómo perdió la razón sin darse cuenta, sin señales previas. Las personas no pierden su reflejo, los vampiros no existen y los espejos no se descomponen. Estaba loca.

Lo más lamentable de la situación no era pensar que tendría que vivir en un hospital psiquiátrico, sino convivir con el mal olor que los caracteriza. Desde niña, los olores fétidos le eran insoportables. Se sintió desesperada.

Como última medida, acudió al psiquiatra en busca de algún medicamento que le regresara la razón. Sabía que podría evitar el encierro si lograba no dejar de bañarse, lavarse los dientes y trabajar normalmente. La solución era vivir dopada.

Fiel a la tradición de su gremio, el médico del cerebro no pudo ayudarla. Sin embargo, ofreció darle pastillas para la ansiedad y un justificante de salud, esperando que su jefe pudiera perdonarla y le devolviera el empleo. El diagnóstico: demencia por insomnio prolongado.

El reflejo no volvió, pero a ella le encantaron las lunetas azules de venta controlada. Como era lógico, decidió elevar la dosis para mejorar el efecto.

Pasó por una iglesia e intentó rezar: “¿Padre qué?, ¿que estás en dónde?”.

Dios no pudo aliviarla, pero la tranquilizó. Resignada, regresó a su casa.

Una gitana que encontró en las escaleras del metro le dijo, oportuna, que su destino era buscar el reflejo hasta encontrarlo.

Aceptó el sencillo vaticinio de la gitana porque consideró más conveniente explicar la vida como un cuento de hadas, en lugar de una pesadilla.

Siendo congruente, cerró tras de sí la puerta de su hogar, borró los teléfonos del celular y decidió nunca más tener contacto con sus amigos.

Se pinchó el dedo con la aguja de una rueca, beso tres sapos, enamoró a una bestia y se comió la pared de su casa ─ que era de galleta. Al terminar, intentó nuevamente mirarse al espejo: sólo logró ver la pared del baño.

No debía ser tan malo, pensó. Todo se resolvería si cortaba demasiado su cabello, para no causar sospecha con un mal peinado, y aprendía a pintarse los labios a tientas.

Pasó el tiempo muy rápido. Se acostumbró a la soledad de no poder verse y a salir del baño con la falda atorada en el calzón.

El tedio de la vida sin reflejo, la obligó a refugiarse en los libros. Encontró que algunos escritores pueden convertirse en familiares y amigos, cómodamente ausentes, todos más tristes que ella.

Mejor que la propia resulta la vida que retrata la ficción.

Cuatro años más tarde, sentada en una cafetería, levantó la mirada y descubrió al animal moralino de los ojos grandes, el protagonista de su último romance de dos horas.

Temblando de alegría por haberla encontrado, el hombre calificó el episodio de la mujer sin blusa como la mejor historia de su vida.

El antes amado, ahora le dio flojera.

Temiendo contagiarse de la normalidad de su acompañante, recordó el lamento de un poeta, al cual por respeto ella llamaba Neftalí Reyes.

Tomo una servilleta con la mano izquierda, se tapó nariz y boca, y, antes de salir corriendo, escribió al reverso del mantel rectangular de papel:

“No quiero para mí tantas desgracias...”

domingo, 24 de enero de 2010

El misterio de la noche con la muerta

Se publicó en todos los periódicos: "El doctor González mató a su esposa el lunes por la noche y esperó hasta la mañana del martes para entregarse a la policía".

El morbo estremeció a la ciudad. Los noticieros daban la crónica de una presunta noche de pasión necrófila, que había tenido lugar en el departamento nueve del edificio seis, sobre la calle ocho.

Nada de eso. Decepcionando, incluso, a la comunidad internacional, que ya había difundido la noticia, el forense desmintió el móvil degenerado y aclaró que la causa de la muerte fue un coraje. Al día siguiente, el mundo olvidó a la señora Lucía y el médico fue liberado de la cárcel.

Durante los treinta años que vivieron juntos, la pareja González peleó todos los días. Ella se quejaba de la prepotencia e intolerancia de su compañero, por lo que se declaraba víctima de violencia psicológica. Él le reprochaba lo mismo.

Dedicaron su vida a demostrar la culpabilidad del otro. El médico documentó todas las frases despectivas que escuchó por parte de su esposa, mientras la señora Lucía contaba las veces que su marido estuvo a punto de golpearla, aunque reconocía que nunca lo hizo. Desde luego, lo rico era la reconciliación.

La noche del crimen, el doctor había ganado una de las grandes batallas que unían a la pareja: demostró la insensibilidad de la esposa hacia las enfermedades de su suegra. La señora Lucía murió de ira, al sentirse descubierta y evidenciada de manera irrefutable.

Nadie sabe lo que ocurrió durante la noche que pasó el doctor con el cadáver, sin embargo, se especula que antes de morir, con el último aliento, la mujer amada le lanzó al doctor una maldición que lo perturbó.

La historia volvió a circular en algunos pasquines cuando un reportero decidió entrevistar al anciano loco: el doctor se había dejado crecer el cabello, usaba vestido y afirmaba llamarse Lucía.